sábado, 12 de diciembre de 2009

Abril 8, 1950

Cuando se repasan las hojas de los días ya vividos siempre se halla una deprimente sensación de vacío en ellos. Pocas son las horas que pueden considerarse realmente memorables de todas aquellas que hemos vivido a costa de corazón, nervio y músculo. ¿Por qué no son todos nuestros ratos memorables? ¿Acaso es que en nuestro diario transcurrir sólo nos quitamos la máscara espesa que nos cubre la visión y exclamamos “¡que bella es la vida!” cuando son verdaderamente importantes los acontecimientos?

He vuelto atrás, a los años de juventud en los cuales tenía fé en mi destino, aquellas épocas en que se abría ante mí todo el mundo maravilloso de la experiencia. Partiendo de allí, he repasado todos los momentos importantes de mi vida. Siempre los había considerado pocos y aún intrascendentes comparados con aquellos de otros seres más afortunados.

Mas, a pesar de haber tratado de pesarlos en su justo valor, he llegado al pleno convencimiento de que no valen nada en comparación de esa inmensa cantidad de hechos que han conducido a ellos directamente y que se ocultan arteramente detrás de lo que llamamos “hechos importantes”. En pos de cada decisión hay una tal multitud de emociones, que se necesita estar muy ciego para no comprender que ellos son los que en realidad valen la pena.

Pasamos la vida generalmente añorando el pasado y soñando el futuro: nunca en el presente. Y hasta cierto punto esto tiene su razón de ser; todos los contenidos de la conciencia vienen del pasado y miran hacia el futuro; nuestra experiencia, sobre la cual basamos nuestra vida diaria es una acumulación inmensa de pasados.

En mi caso, que es el de muchos, he pasado toda mi vida con una venda en los ojos, acumulando inconscientemente experiencias que no tienen ningún valor para mí. ¿No vale en realidad la pena vivir esas experiencias antes de archivarlas en la subconsciencia? Cristo, en la monstruosa página que es el Sermón de la Montaña nos enseñó:

“Así que no os acongojéis por el día de mañana, que el día de mañana traerá su fatiga. Basta al día su afán.”

He ahí lo que me ha sucedido: he vivido la fatiga de mañana antes de que sea una realidad y la mayoría de las veces conduciendo mi vida de tal manera que ya todo es un hecho pasado.

Tales pensamientos han venido a mi mente ante la responsabilidad de tomar una decisión que cambie radicalmente el curso mi vida. En realidad, ¿es necesario tomar una decisión para toda una vida o más bien no es lógico tomarla para un sólo día? Si quiero cambiar mi vida, no hay sino que cambiarla el día de hoy, pues es el único que vivo. Pero esta solución deja pendientes problemas que algún día tendrán por fuerza que ser resueltos.

A veces es más digno de envidiar la mentalidad metódica que se traza un derrotero en la vida y acomoda cada uno de sus actos diarios a ese plan determinado. ¿Y qué si el camino era equivocado? Se han perdido toda una serie de experiencias que las hemos acomodado a nuestro proyecto.

Aunque más ilógico, adoptaré el siguiente plan, que no tiene nada en sí que se parezca a esto. De hoy en adelante, no trataré sino de vivir un día a la vez, olvidándome del pasado y del porvenir. Haré de cada día una obra maestra, perfeccionando cada vez más mi técnica y procurando ser feliz y hacer feliz a los demás.

Me ajustaré en cada instante de mi vida a las enseñanzas de Cristo. Esta será la única norma rígida que seguiré. No tendré ansiedad por el futuro que no existe, y aprenderé a tener confianza en mí mismo y en mis principios.

Consignaré diariamente el resultado de mis esfuerzos y veré al cabo del tiempo qué hay que corregir o enmendar.

¡Quiera el Señor darme fuerzas en mi intento!

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