sábado, 12 de diciembre de 2009

Abril 20, 1950

Todos en la vida infaliblemente llegamos a un punto en que es necesario elegir el camino que ha de ser el que hemos de seguir. Muchos de los hombres ni siquiera se plantean el problema: lo tienen resuelto u otros lo han resuelto por ellos. Sólo a unos pocos nos toca decidir ante ese tremendo dilema: porque no hay más que dos caminos; el de la vida con objeto pero sin ninguna satisfacción material o aquella que es el común de todas las gentes pero que sólo deja un tremendo vacío espiritual, ese vacío que hace que nuestras vidas parezcan sin objeto alguno.

Ante mí se presenta el dilema de elegir entre la ciencia, la investigación, aquello que es la negación de la vida misma en aras de un ideal remoto y absorbente, o la vida holgada, de lo vano, esa clase de vida que es la ambición de muchos y el consuelo de muy pocos.

Estaba yo dibujando esta tarde uno de tantos esquemas sin ninguna trascendencia, uno de esos borradores en los que sólo se logra distraer el espíritu en la fuga maravillosa de la línea y el color, cuando pausadamente se acercó mamá a mi mesa. Yo sabía de antemano sus palabras: ella hubiese querido encontrarme embebido en la lectura de un manual técnico, en la confección de un complicado dibujo de ingeniería que me trajese o me pudiera traer algún beneficio material. Ella quería que no perdiese el tiempo, quería que no me hiciera viejo sin tener dinero, dinero en abundancia… y de repente, mientras ella hablaba me di cuenta de la diferencia tan radical entre los dos “modus vivendi”. Entendí, sin pensarlo, cuál era el factor que hacía de estos tiempos unos de revuelta y confusión, de miseria y de infinita tristeza.

Hay muchos hombres dedicados afanosamente al éxito: dedicados a acomodar sus vidas al patrón dinero, comodidad, seguridad y muy pocos son los que prefieren la derrota mundana y el triunfo espiritual.

El mundo se divide entre los hombres de éxito y fracasados; estos son los que teniendo una inteligencia que hubiese podido surgir en los negocios, que podrían haber poseído palacios, sirvientes, lujos, en fin, “éxito”, prefirieron la vida miserable de buhardilla, de libros enmohecidos, de veladas en busca de una verdad incierta.

Que duerman tranquilos los banqueros, los industriales y especuladores: mi escasa capacidad cerebral no ha de hacerles jamás competencia.

Las épocas antiguas nos dieron, estadísticamente hablando, un mayor número de fracasados en proporción a la población. Había más fracasados sirviendo a Dios y a los hombres, más fracasados dedicados a las ciencias, a las artes y a las letras.

Una comparación finalmente se me ocurre: ¿acaso Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Beethoven, todos los pilares, los verdaderos jalones, no fueron los más grandes fracasados según el concepto de nuestro artesano, de nuestro esclavo moderno? Mas yo reto a toda la historia a que me muestre un solo ejemplar de un hombre de “éxito” que se pueda comparar con ellos

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