sábado, 12 de diciembre de 2009

Abril 9, 1950

Qué agradable es hallar personas que sepan exponer las cosas que hemos pensado en un lenguaje florido y digno; las frases que escribí ayer sobre el pasado, el presente y el futuro, hoy tuve el agrado de leerlas en el Suplemento Literario de El Tiempo tal como yo hubiera deseado expresarlas. Las sensaciones que me son imposibles de transcribir por esta mano torpe y este cerebro lerdo, allí estaban.

Aunque tuve muy poca oportunidad de poner en práctica mis proyectos, hoy he vivido más que en mis otros días: digo que he vivido más por cuanto he podido pensar y leer las cosas que me agradan, sin ningún afán, sin ninguna molestia.

Los artículos que me causaron profunda impresión: Uno de Lin Yuntang ese ensayista chino que tiene la profundidad y la transparencia de un mar tranquilo. Su título , “Psicoanálisis del hombre moderno”. Expone allí las ideas que ya había escrito en aquellos libros cuya lectura dejan esa fresca sensación de paz espiritual. Y es que Lin Yutang es de los pocos escritores actuales que ha vuelto su mirada hacia los valores perennes, esos que él llama tan cándidamente los “verdaderos” –“Dios, la belleza, la libertad, la excelencia de la libertad incondicional, los hoyuelos en las mejillas de un niño, el olor del tocino frito, y también la maldad humana y las almas torcidas”.

Yo no puedo decir que estoy de acuerdo con las ideas de este filósofo, tan nuestro, porque me identifico plenamente con él. Al lado de aquellas verdades tan humanas que nos expone suenan ridículos todos los “ismos” de las filosofías modernas.

El regreso al hombre, a lo que es en sí mismo, es de una urgencia absoluta. La fé en el destino de la humanidad, que sólo se deja entrever en algunos hombres como Lecomte du Noüy y que sólo se puede alcanzar con el retorno a los valores eternos, es inaplazable. Como bien apunta Lin, “el hombre moderno ha llegado a un callejón sin salida; lo que puede hacer es reflexionar acerca de lo que ha hecho en los últimos cien años. La gloria se ha desvanecida en la corona del hombre, cuyos pies ya no caminan aladamente sobre los cerros”.

Y qué fácil es para el hombre volver por los antiguos caminos: si las conquistas de la ciencia no han hecho más que afirmar todas nuestras convicciones humanas. ¿Quién ha dejado, por ejemplo, de sentir toda esa cantidad de nuevas sensaciones en el alma enamorada por el simple hecho de saber que todo esto se debe a corrientes de hormonas en la sangre? Para mí magnífico saberlo; espléndido convencerme de que las hormonas enfrascadas no pueden escribir versos a la luna ni sentir el ardor del sol en las mejillas. Ni son las hormonas las que me hacen sentir infinitamente dichoso y al mismo tiempo desgraciado al ver un atardecer. Qué bueno tenerlas. Pero ellas no me preocupan; así como no me interesa el saber qué clase de carbonato era el del pastel de una obra maestra, ni la clase de tinta con que Beethoven escribió sus sinfonías.

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