domingo, 25 de julio de 2010

Abril 26, 1950

Después de haber pasado el peor día de mi vida, ayer, ya cuando las nubes se disipan y el ronco oleaje que azotaba mis escollos se va tornando en tranquilo y transparente remanso puedo pensar, y escribir. Pensar en cuán variados son los caminos del Señor y escribir sus angustias y alegrías.

Describir el pasado, cuando este ha sido feliz es una forma de revivirlo y eternizarlo: cuando no, es volver a hundir en nuestra llaga el hierro candente que ha de cicatrizarla. Es volver a sentir ese desesperado anhelo de quien se desliza hacia lo profundo del océano, inacabablemente, luchando contra cada ola que en vértigo de espuma va llenando nuestros pulmones con lo que ha de acabarnos.

Revivir el pasado es morir de nuevo; y si tan sólo fuese morir en el presente: es que al mismo tiempo se mata cuanto anhelo, cuanta ilusión pueda contener el futuro.

Por eso, del pasado no se pueden recordar los ratos felices: aquellos en que sentimos debatir nuestra alma ante el abismo del infierno, esos que nos devoraron interiormente y que espasmódicamente nos quitaron parte de juventud, de vida, esos deben sepultarse; y arrojar sobre ellos capas y más capas de olvido afanosamente, como si al hacerlo se jugara nuestra propia existencia.

“Dejad que los muertos entierren a sus muertos” dijo el Maestro. Y pasarán centurias antes de que alguien pueda decir algo semejante, que encierre más profunda filosofía y más ardiente fé.

Creo que de las pocas ideas propias que jamás haya tenido hay una que merece la pena que un filósofo como Lin Yutang, al cual la mayoría de mis amigos califican con sus mismas palabras de “filósofo de plaza de mercado”, la recogiera como suya es aquella del problema de la propia apreciación. El complejo que pudiéramos llamar “self value complex” o en términos más o menos comunes y corrientes la “confianza en sí mismo”.

Si se pudiera borrar de la mente de cada hombre, en un instante dado, ese tremendo complejo, si se le pudiera insinuar al oído pero de tal manera que llegara a lo más profundo de su conciencia que son hombres débiles, que necesitan el apoyo de alguien, la luz y el consuelo otras personas, que todas las ideas que tienen profundamente arraigadas son vanas y estúpidas, entonces sí veríamos este mundo transformado.

Nadie escaparía a ese mutismo general; quizás el científico verdadero, aquél que tiene por costumbre oír todas las opiniones adversas para poder valorar en su justo precio su propio criterio, es posible que no sintiera su efecto.

¿Pero qué sería de los doctos y letrados que dan su vida por la inmutabilidad de sus leyes y principios? ¿Qué del vulgo acostumbrado a ver el mundo según su propio cristal, por deforme que sea? ¿Qué sería de aquellos generales y su tremendo patriotismo, ese patriotismo excelso que les lleva a sacrificar vidas para defender principios?

Sí, el mundo anda como anda porque hay demasiada gente exageradamente convencida de su propio valer, de que el método de vida suyo es el correcto, de que no puede haber otra religión otra raza u otra nación más perfecta que la suya. Ah! Y para qué hablar de las ideas; es un postulado de psicología que cuando las propias ideas no son aceptadas en amigable discusión por los demás, hay necesidad de imponerlas a puños o a tiros. Se puede llegar a aceptar que la conducta de los antepasados era execrable, pero no se puede imaginar ni por un momento que haya cabezas tan estúpidas que afirmen que no estamos en lo cierto.

Qué bello mundo sería este cuando todos, intranquilos y demudados se acercasen a consultarse unos a otros sus problemas y sus opiniones; cuando los generales consultaran con las viudas y los huérfanos antes de emprender una guerra; cuando el economista pensara antes de lanzar el Tesoro Público a la catástrofe si su esposa no administra mejor los bienes suyos que él con toda su ciencia.

Qué maravilloso planeta este en donde el blanco y el negro, el judío y el mahometano, el occidental y el indio se interrogasen mutuamente y tratasen de hallar las causas por las cuales cada uno se siente infinitamente superior al otro. Cuando el hombre presuma que su vecino le va a romper las narices, y no viceversa, si flirtea con la mujer de él, entonces habrá tranquilidad.

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